Desplazarnos de un lugar a otro es un fenómeno que tomamos con completa naturalidad. Es fácil: deseamos caminar, el cerebro envía las señales para mover las piernas y voilà, cada paso que damos nos mueve aproximadamente un metro. De hecho, es difícil pensar en algún animal que no pueda desplazarse libremente (los mecanismos de locomoción son extraordinariamente diversos: piensa en medusas, estrellas de mar, gusanos, insectos, peces; todos ellos poseen estrategias muy distintas para trasladarse) ya que, a excepción de los animales más primitivos que se encuentran en el mar y cuyo estilo de vida es sésil, la gran mayoría tiene la capacidad de moverse. No sucede lo mismo con las plantas; su propagación o “movimiento” ocurre mediante semillas o esporas que son transportadas por el viento o alguna corriente acuática hasta otro lugar, donde posteriormente (si las condiciones son adecuadas) crecen y comienzan un nuevo ciclo de vida. Pero, ¿alguna vez te has preguntado qué ocurre con los organismos microscópicos?, por ejemplo, ¿cómo logran las bacterias moverse?, ¿realmente se desplazan?
Hoy sabemos que sí; la mayoría de las especies bacterianas estudiadas hasta ahora son capaces de desplazarse por sí mismas. Este movimiento está mediado por una estructura conocida como flagelo, la cual es análoga en función al flagelo de un espermatozoide, pero que sin embargo, dista mucho en estructura y complejidad del segundo. Existen bacterias que poseen sólo un flagelo, algunas poseen dos, y otras más poseen hasta diez. Estas estructuras supramoleculares rotan sobre su propio eje y la fuerza que generan da impulso a las bacterias. Piensa en la propela de un barco, cuando ésta gira, provoca que el barco se mueva gracias a la fuerza que se produce. Hace algunos años, se creía que el flagelo bacteriano sólo proveía movimiento, sin embargo, ahora sabemos que está también involucrado en los procesos de virulencia.
Hoy sabemos que sí; la mayoría de las especies bacterianas estudiadas hasta ahora son capaces de desplazarse por sí mismas. Este movimiento está mediado por una estructura conocida como flagelo, la cual es análoga en función al flagelo de un espermatozoide, pero que sin embargo, dista mucho en estructura y complejidad del segundo. Existen bacterias que poseen sólo un flagelo, algunas poseen dos, y otras más poseen hasta diez. Estas estructuras supramoleculares rotan sobre su propio eje y la fuerza que generan da impulso a las bacterias. Piensa en la propela de un barco, cuando ésta gira, provoca que el barco se mueva gracias a la fuerza que se produce. Hace algunos años, se creía que el flagelo bacteriano sólo proveía movimiento, sin embargo, ahora sabemos que está también involucrado en los procesos de virulencia.
Bacteria con 3 flagelos
Cuando alguien se enferma de la panza es muy probable que las responsables sean las bacterias. Pueden ser de diversas especies, desde una cepa de Escherichia coli medianamente virulenta, hasta una Vibrio cholerae, que, como bien infieres, es la causante del cólera; o una Salmonella enterica potentísima que provoque salmonelosis. Más allá de los mecanismos específicos de acción de cada una de ellas, el flagelo es un común denominador para desatar el ataque a los enterocitos (células de la panza). Algunos estudios demostraron (aquí y aquí) que las bacterias que no tenían flagelo eran incapaces de provocar virulencia, es decir, si nuestras amigas llegan a la panza sin el flagelo, ya no pueden causar enfermedad alguna. El flagelo bacteriano es un organelo extremadamente complejo: trata de pensar en una estructura que mide 5 micras (una micra es la milésima parte de un milímetro; divide un milímetro en mil porciones y obtienes una micra) la cual está construida por 50 componentes muy diferentes uno del otro, y que además interactúan entre sí. Si lo analizamos detenidamente suena como a ciencia ficción, y a pesar de tres décadas de intenso trabajo, todavía no logramos comprender del todo cómo funciona, aunque en años recientes han habido avances importantes.
La complejidad del flagelo bacteriano fue tomada como estandarte hace algunos años por los que promueven el “diseño inteligente”. Este concepto, nacido en EUA, radica en que el universo natural se explica mejor por una causa inteligente más que por un proceso no direccionado como la selección natural. En otras palabras, es tal la complejidad de algunas estructuras, que la explicación más plausible es que tuvieron que ser diseñadas por un arquitecto; un creador, pues. Fue tal la fuerza que cobró dicho concepto entre la gente, que este grupo trató de que se enseñara el diseño inteligente a la par de la teoría de la selección natural de nuestro querido Charles Darwin en las escuelas.
Obviamente, los biólogos evolucionistas brincaron de inmediato y se inició un debate que derivó en un juicio, donde ambas partes esgrimieron durante días sus argumentos frente a un juez, en lo que se conoce como el juicio de Dover. En dicho juicio se decidiría si el diseño inteligente debería ser tomado como ciencia, y si debería incluirse en la enseñanza a nivel nacional de las escuelas públicas de EUA.
Segunda parte.
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